lunes, 18 de enero de 2010

Enemigo sutil

La mayoría de conflictos que marcan nuestra vida se fraguan en el seno de las relaciones que establecemos con nuestro círculo más cercano. Por lo general, cuando alguien nos hace algo que consideramos "malo" o "injusto", nos sentimos heridos y nos enfadamos. Tras el estallido de ira inicial, solemos creer que el tiempo enfriará el agravio y terminará por disolverlo. Sin embargo, en muchas ocasiones el paso de los días, meses o años tan sólo agranda las heridas y alimenta el resentimiento. Y al poco, el venenoso rencor entra en escena, pudriendo los restos de esa relación. Así, vamos arrastrando por la vida el peso de nuestros conflictos no resueltos.

Lo que hace falta no es dejar pasar el tiempo, sino aplicar la inteligencia emocional, que nos ayudará a aprender a distinguir entre la agresión y el agresor para descubrir el camino del perdón.

Las relaciones humanas suelen ser conflictivas, porque todos somos diferentes. Tenemos distintas formas de ser, de pensar y de expresar nuestros sentimientos. Todos tenemos necesidades, expectativas y deseos que, en ocasiones, pueden chocar con los de los demás. Y eso supone una fuente inagotable de malentendidos, que muchas veces se convierten en conflictos. De ahí que no sea difícil ver a nuestro alrededor hermanos que no se hablan, parejas que terminan entre violentas recriminaciones o amigos que han dejado de serlo. Sin embargo, está en nuestras manos prevenir estas situaciones, que suelen tener el rencor como denominador común.

El rencor es un enemigo sutil, una forma de esclavitud que afecta negativamente nuestra vida y nuestras relaciones. Este sentimiento nace cuando nos tomamos un comentario, una actitud o una acción como una ofensa personal. El dolor que nos genera una situación en la que nos vemos traicionados, humillados o rechazados queda grabado a fuego en nuestra memoria, alimentando nuestro resentimiento hacia la persona que creemos que lo ha provocado. Esa herida emocional supura infelicidad, ocupa nuestra mente y absorbe nuestra energía vital. A menudo, nos lleva a tratar de protegernos para no sentir dolor de nuevo, lo que repercute nocivamente en nuestras relaciones con los demás.

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